jueves, 6 de abril de 2017

Adiós

Hay muchas razones por las que comenzar un blog. Quizá muchas menos por las que cerrarlo. Sin embargo, estás últimas poseen el valor de lo definitivo. Estoy tecleando estas palabras bajo la sombra del fin, lo que tiene, no lo duden, bastante de reconfortante. Es un acto formal, quizá por ello mismo redundante, pues para dejar de escribir en un blog basta con no hacer nada. Sin embargo, y para aquellos lectores, más o menos fieles, que me han leído durante estos casi cuatro años, he creído importante, como muestra de mi aprecio y respeto por ellos, hacerlo oficial.

Perreta, pero poco cierra. Me propuse, al principio de modo vacilante y tentativo, y, conforme se sucedían los posts, con mayor claridad y seguridad, reflexionar sobre la política española y canaria bajo el filtro teórico deliberativo. En muchas ocasiones, he propuesto una suerte de extrañamiento ante actitudes y actos políticos narrados acríticamente por los medios de información y recibidos de igual manera por la sociedad en general (en la medida en la que uno puede tomar una parte por el todo), actos percibidos así como naturales o normales. He expresado mi disconformidad y mi disidencia haciendo una crítica inmanente, es decir, aplicando conceptos de nuestro sistema democrático a aquellos actos políticos que, según mi punto de vista, poco o nada tenían de democráticos.

Asimismo, cuando uno escribe sobre lo político, en el sentido de los conceptos, valores, sistemas de gobierno, etc., y no sobre las peleas inter o intra partidos (que podríamos denominar política, para diferenciar) o sobre las escenificaciones más o menos logradas de sus líderes y demás personal, a la fuerza corre el riesgo de repetirse. Si uno se muestra a favor de la introducción de mecanismos deliberativos en la toma de decisiones políticas y de la necesaria descentralización para hacerlos manejables puede indicarlo contrastándolos con un par de ejemplos extraídos de la actualidad. Si uno está en contra del decisionismo y de la arbitrariedad lo suele estar siempre. Si uno manifiesta su rechazo a las miserias del periodismo que considera la información como un producto para el consumo o como herramienta de presión económica o política, pues es difícil que cambie de opinión en la siguiente ocasión. Así pues, hasta cierto punto ya he manifestado en el Perreta lo que he creído conveniente, y volver a señalar lo que considero defectos graves en la gestión política de gobierno en cualquiera de sus niveles y en el ideario de los partidos políticos resulta ya inútil, además de tedioso.

No obstante, no es del todo improbable que reabra el Perreta más adelante: mejor pertrechado y revigorizado. Por algo uno es un perreta.

En fin, si por algún motivo necesitan contactar conmigo o quieren conversar sobre algún asunto, no duden en enviarme un correo.

Un saludo cordial y hasta siempre


miércoles, 25 de enero de 2017

Sobre las virtudes ciudadanas

Es difícil negar la importancia de los medios de comunicación. Idealmente, la información que proporcionan sirve para que el ciudadano pueda guiarse por los laberintos políticos, económicos, culturales, y de otra naturaleza, que toda sociedad compleja no deja de generar. Esa guía, también idealmente, proporcionaría al lector/ciudadano las herramientas conceptuales necesarias para hacerse una idea sobre sus preferencias políticas y, llegado el momento, para decidir su voto. En la práctica, el asunto es bastante diferente, y me remito a las numerosas entradas que he escrito al respecto y a la ingente bibliografía que existe sobre los medios de comunicación y la esfera pública.

No obstante lo anterior, a veces es necesario un distanciamiento con respecto al ruido y a la furia que nos transmiten los medios. Al igual que cuando se le quita el sonido a la televisión, los personajes del escenario político se perciben de otra manera. Las palabras dejan de encubrir los actos, y éstos se muestran desnudos, no tal como son (no hay esencia a la que podamos acceder), pero sí diferentes. La palabra sirve para informar, para comunicar y para dialogar. También, como sabemos, para manipular, mentir y engañar. Una ciudad solitaria de mañana de domingo lluvioso nos proporciona una información distinta a la que podemos obtener del ajetreo y bullicio propios de los días laborables. Ninguna es la verdadera, ninguna es la misma por separado.

En todo caso, el ciudadano que mantenga la ilusión de estar informado está expuesto a todo tipo de opiniones e informaciones no sólo contradictorias, sino, en numerosas ocasiones, sesgadas. El liberal optimista concluye que de dicho entrecruzamiento puede extraerse algo parecido a la verdad, cinismos aparte. Yo más bien tiendo a pensar que sin duda no es malo informarse de fuentes diversas, pero que es probable que leer muchos periódicos no nos beneficie gran cosa, al igual que oír muchas tertulias en la radio o ver debates en la televisión. Quizá las lecturas, y la atención en general, deban enfocarse no tanto en la cantidad como en la calidad. No será por falta de monografías de fundado prestigio en cualquier rama del saber. Esto no presupone una determinada ideología, sino la apertura a exposiciones razonadas, la apreciación de la fortaleza de los argumentos, seguidos de la obligada reflexión personal y la extracción de conclusiones a posteriori sobre ellos. La comprensión social y política es un proceso cognitivo e intelectual, y apelar a la tradición, cuando no resignarse al conformismo o sufrir algún tipo de dominación no pueden ser alternativas aceptables en una democracia. 

Así pues, debemos de encontrar y fomentar en nosotros mismos reflexividad crítica, voluntad de aprendizaje y esfuerzo intelectual. Con esas virtudes, podemos abordar la información proveniente de los medios de comunicación con principios y conceptos con los que aquellos puedan sernos, de algún modo, útiles: separar el grano de la paja, cuando sea posible; detectar la desinformación; neutralizar la mentira. 

Sólo con la incorporación de esas características, que me he atrevido a denominar virtudes, considero que puedan tener éxito procesos deliberativos que aspiren a profundizar en la democracia existente (o, si nos atenemos a un concepto de democracia más restrictivo, a iniciar la transición de un sistema meramente representativo a uno que incorpore la democracia en su seno). Democracia entendida como gobierno del demos, producto del cual surge una legislación que el demos se da a sí mismo. Democracia que no está reñida con parte del andamiaje liberal de separación de poderes y carta de derechos fundamentales. Una democracia que rebaje el peso de la delegación o representación, sobre todo cuando se monopoliza dicha representación por los partidos políticos, y aumente el de la participación popular. Un sistema político que, en definitiva, promueva la autonomía personal y el autogobierno colectivo.

 No pretendo, en todo caso, deslizar de contrabando una especie de paternalismo político al señalar estas virtudes como necesarias en una ciudadanía que se pretenda deliberativa y democrática, sino solamente señalar que frente a la inundación diaria de informaciones de la miríada de esclusas de información no es difícil llegar a conclusiones precipitadas y tajantes sobre fruslerías mientras que permanecemos en la inopia sobre asuntos de capital importancia. La esfera pública está oligopolizada por unos pocos conglomerados empresariales, propietarios de los medios de mayor influencia y alcance, que no dudan en ejercer su poder cuando ven amenazados sus intereses o cuando quieren ponerse al servicio de proyectos que consideran beneficioso para ellos. Ser consciente de esta situación es el primer paso para abandonar la ignorancia, para que, parafraseando a Kant, tengamos valor para servirnos de nuestro propio entendimiento.

Tampoco pretendo hacer mía, ni mucho menos, la objeción de la ignorancia pública, por la que se justifica el alejamiento de la ciudadanía de la toma de decisiones políticas alegando su ignorancia o su apatía, sino promover su empoderamiento. Al igual que no puede haber verdadera democracia en una sociedad con gran desigualdad económica, tampoco la puede haber en una con gran desigualdad educativa. No hay que justificar la dominación política sobre la base de la disparidad en riqueza o en educación, sino promover la democracia reduciendo al mínimo las desigualdades que la minan. Uno sabe, grosso modo, de qué pasta política está hecho cada cual cuando se opta por defender la primera o la segunda posición.

Ya ven, uno comienza reflexionando acerca de los medios de comunicación y de la deplorable esfera pública en la que nos comunicamos y recibimos información, y acabamos criticando la mala salud de nuestro sistema político. Lo peor, sin embargo, es de lo que no hablamos, de la sociedad civil adormecida, de sus potenciales agentes democratizadores desactivados, de la ciudadanía que permanece impertérrita. Siempre hay excepciones, por supuesto, y a ellas nos aferramos los que aún mantenemos la esperanza.