La esfera pública canaria se ha visto levemente agitada por
la última polémica relacionada con el Festival de Música. El debate ha surgido
por la intención del actual director de hacer una programación no sólo más
austera sino también más enfocada a la ejecución musical local. En otras
palabras, en línea con los recortes presupuestarios, la programación hace de la
necesidad, virtud, y pasa a proclamar la excelencia de lo nuestro frente al glamour de lo de fuera.
Como en toda disputa, hay al menos dos bandos. En este caso,
al bando de los que protestan por esta programación y añoran los tiempos de abundancia en los que se invitaba a orquestas y solistas
de prestigio mundial, lo llamaremos el de los nostálgicos. Al otro, que apoya al actual director y su política de
programación en la que predomina la participación de bandas, orquestas y
solistas de la tierra, lo
denominaremos el de los inclusivos.
Cada bando tiene sus razones: para los nostálgicos, cuyo argumentario ha sido hegemónico desde la creación
del Festival, ambas capitales, y Canarias, por extensión, merecen la presencia de lo más lustroso y granado del panorama
sinfónico internacional. Además, el coste de la programación, por muy
desorbitado que pareciera a los menos melómanos o a los no interesados por la
música en absoluto, valía la pena porque, por citar algunas razones, pondría al
Festival en el circuito internacional de la música clásica, situaría a las
capitales en el mapa mundial y aficionados de todo el mundo acudirían al
Festival, con la consiguiente repercusión en hoteles, restaurantes, taxis y lo
que a uno se le ocurriera. Por no hablar de que la Cultura con mayúsculas,
desde los respectivos auditorios, saldría a nuestro encuentro y nos haría
mejores y más cohesionados. Hablar de dinero, dado el beneficio de los intangibles, era injustificado,
impertinente e, incluso, de mal gusto.
Tan de mal gusto que casi nunca se revelaban de manera oficial los honorarios
de los artistas, al parecer protegidos por cláusulas de confidencialidad.
Para los inclusivos,
sin embargo, la fuerza de un festival de música no radica en un repertorio
dirigido por grandes estrellas o prestigiosas orquestas, sino en convertirse en
centro receptor y núcleo irradiador de los compositores y artistas locales, lo
que, además, conviene dado el menguado presupuesto que desde el Gobierno de
Canarias y cabildos se destina desde el comienzo de la crisis a esta actividad
cultural. Si el afán de los nostálgicos era disfrutar de la excelencia, y su inclusión en ella
aunque fuera físicamente, al coste que fuera, el de los inclusivos es el de la conversión a la cultura musical de la
ciudadanía. ¿Por qué? Pues porque, como
todo el mundo sabe, la música, como la Cultura en general, es muy buena. El
para qué ya importa menos.
Podremos simpatizar con unos más que con otros, buscar razones
intermedias e introducir matices a los argumentos que de manera breve hemos
mostrado. Sin embargo, hay algo en lo que deberíamos reparar: por muy
enfrentadas que parezcan las posturas, ninguna pone en tela de juicio el marco
del discurso. Es decir, ambas asumen que la
Administración debe sufragar un festival
de música. Este cuestionamiento tan elemental simplemente se deja de lado.
Para los miembros de ambos grupos, es evidente por sí mismo que el Estado,
encarnado en una institución u otra, debe
encargarse de satisfacer las aficiones de un tipo u otro de la población. Aunque,
en su opinión, algunas como la música son, evidentemente,
mejores que otras.
No obstante, deberíamos preguntarnos por qué tiene el
Gobierno de Canarias que encargarse de mis apetencias musicales; por qué el
Cabildo ha de subvencionar a equipos deportivos profesionales o por qué el
ayuntamiento de turno siente cierta motivación por que mueva el esqueleto al
son de ritmos étnicos. En una comunidad en la que todo el mundo tuviera un
mínimo de recursos indispensables para llevar a cabo un proyecto de vida más o
menos libre e independiente y en la que no hubiera grandes desigualdades,
podríamos estar de acuerdo en que el sobrante del erario, una vez optimizada la
sanidad, la educación, la vivienda, el alcantarillado, las carreteras, el
equipamiento urbano y rural, etc., podría destinarse a actividades lúdicas y
recreativas. Y sin embargo, incluso en tal idílico entorno, uno debería
preguntarse por qué debería ser el Estado quien las sufragara y programara.
Resulta, en cambio, que todos los parámetros económicos y
sociales sitúan a Canarias a la cola del bienestar en España, que a su vez está
en la cola de Europa. Tenemos de todo: abandono escolar, paro, precariedad, desigualdad,
criminalidad, violencia de género, etc. Quizá sea, como algunos señalan,
demagogia, y de la fácil. No obstante, la miseria está ahí para quien quiera
verla y tenga conciencia, en especial, pero no en exclusiva, desde las
instancias políticas de decisión. En el fondo de esta polémica subyace, sin
duda, aunque ni los nostálgicos ni
los inclusivos lo quieran plantear,
un dilema moral y político de primera magnitud que nada tiene que ver, ni
remotamente, con la frivolidad de tener que elegir entre Richard Wagner y Juan
Hidalgo.