sábado, 6 de agosto de 2016

Nostálgicos e inclusivos

(Este artículo fue escrito conjuntamente con Javier Moreno Barreto y se publicó en el periódico Canarias7 el pasado miércoles 3 de agosto.)




La esfera pública canaria se ha visto levemente agitada por la última polémica relacionada con el Festival de Música. El debate ha surgido por la intención del actual director de hacer una programación no sólo más austera sino también más enfocada a la ejecución musical local. En otras palabras, en línea con los recortes presupuestarios, la programación hace de la necesidad, virtud, y pasa a proclamar la excelencia de lo nuestro frente al glamour de lo de fuera.

Como en toda disputa, hay al menos dos bandos. En este caso, al bando de los que protestan por esta programación y añoran los tiempos de abundancia  en los que se invitaba a orquestas y solistas de prestigio mundial, lo llamaremos el de los nostálgicos. Al otro, que apoya al actual director y su política de programación en la que predomina la participación de bandas, orquestas y solistas de la tierra, lo denominaremos el de los inclusivos.

Cada bando tiene sus razones: para los nostálgicos, cuyo argumentario ha sido hegemónico desde la creación del Festival, ambas capitales, y Canarias, por extensión, merecen la presencia de lo más lustroso y granado del panorama sinfónico internacional. Además, el coste de la programación, por muy desorbitado que pareciera a los menos melómanos o a los no interesados por la música en absoluto, valía la pena porque, por citar algunas razones, pondría al Festival en el circuito internacional de la música clásica, situaría a las capitales en el mapa mundial y aficionados de todo el mundo acudirían al Festival, con la consiguiente repercusión en hoteles, restaurantes, taxis y lo que a uno se le ocurriera. Por no hablar de que la Cultura con mayúsculas, desde los respectivos auditorios, saldría a nuestro encuentro y nos haría mejores y más cohesionados. Hablar de dinero, dado el beneficio de los intangibles, era injustificado, impertinente e, incluso, de mal gusto. Tan de mal gusto que casi nunca se revelaban de manera oficial los honorarios de los artistas, al parecer protegidos por cláusulas de confidencialidad.

Para los inclusivos, sin embargo, la fuerza de un festival de música no radica en un repertorio dirigido por grandes estrellas o prestigiosas orquestas, sino en convertirse en centro receptor y núcleo irradiador de los compositores y artistas locales, lo que, además, conviene dado el menguado presupuesto que desde el Gobierno de Canarias y cabildos se destina desde el comienzo de la crisis a esta actividad cultural. Si el afán de los nostálgicos era disfrutar de la excelencia, y su inclusión en ella aunque fuera físicamente, al coste que fuera, el de los inclusivos es el de la conversión a la cultura musical de la ciudadanía. ¿Por qué? Pues porque, como todo el mundo sabe, la música, como la Cultura en general, es muy buena. El para qué ya importa menos.

Podremos simpatizar con unos más que con otros, buscar razones intermedias e introducir matices a los argumentos que de manera breve hemos mostrado. Sin embargo, hay algo en lo que deberíamos reparar: por muy enfrentadas que parezcan las posturas, ninguna pone en tela de juicio el marco del discurso. Es decir, ambas asumen que la Administración debe sufragar un festival de música. Este cuestionamiento tan elemental simplemente se deja de lado. Para los miembros de ambos grupos, es evidente por sí mismo que el Estado, encarnado en una institución u otra, debe encargarse de satisfacer las aficiones de un tipo u otro de la población. Aunque, en su opinión, algunas como la música son, evidentemente, mejores que otras.

No obstante, deberíamos preguntarnos por qué tiene el Gobierno de Canarias que encargarse de mis apetencias musicales; por qué el Cabildo ha de subvencionar a equipos deportivos profesionales o por qué el ayuntamiento de turno siente cierta motivación por que mueva el esqueleto al son de ritmos étnicos. En una comunidad en la que todo el mundo tuviera un mínimo de recursos indispensables para llevar a cabo un proyecto de vida más o menos libre e independiente y en la que no hubiera grandes desigualdades, podríamos estar de acuerdo en que el sobrante del erario, una vez optimizada la sanidad, la educación, la vivienda, el alcantarillado, las carreteras, el equipamiento urbano y rural, etc., podría destinarse a actividades lúdicas y recreativas. Y sin embargo, incluso en tal idílico entorno, uno debería preguntarse por qué debería ser el Estado quien las sufragara y programara.
Resulta, en cambio, que todos los parámetros económicos y sociales sitúan a Canarias a la cola del bienestar en España, que a su vez está en la cola de Europa. Tenemos de todo: abandono escolar, paro, precariedad, desigualdad, criminalidad, violencia de género, etc. Quizá sea, como algunos señalan, demagogia, y de la fácil. No obstante, la miseria está ahí para quien quiera verla y tenga conciencia, en especial, pero no en exclusiva, desde las instancias políticas de decisión. En el fondo de esta polémica subyace, sin duda, aunque ni los nostálgicos ni los inclusivos lo quieran plantear, un dilema moral y político de primera magnitud que nada tiene que ver, ni remotamente, con la frivolidad de tener que elegir entre Richard Wagner y Juan Hidalgo.