sábado, 28 de junio de 2014

La redemocratización de España


Hace unos diez años, en los dorados días del primer gobierno de Zapatero, se podía tener la impresión de que España, por fin, había encontrado la paz social e institucional: los partidos mayoritarios eran mayoritarios, las instituciones vertebradoras del régimen eran, en general, respetadas, y la economía iba bien, o eso nos decían. Aunque el índice de Gini durante esa época no se redujo de manera sustancial, la clase media de nuestro país se iba a hacer compras a Dublín o pagaba a plazos su viaje exótico a Tailandia. En aquel entonces, aunque las bolsas de pobreza ya eran ampollas, a nosotros, los miembros de la clase media, nos resultaban más bien indiferentes. Se coleccionaban vivencias sin reflexión y comprar joyas de lujo por Navidad era casi una obligación. Hasta la selección española de fútbol ganaba Eurocopas y luego un Mundial. Los más atrevidos, compraban pisos a créditos y los revendían poco después con una importante plusvalía. A las clases medias les habían proporcionado crédito, y a las bajas, empleo en la construcción. Sin duda es un dibujo apresurado, pero ¿quién no era feliz?


Sin embargo, llegó 2008 y la crisis. Y luego, 2010: el presidente del Gobierno bajó los sueldos de los funcionarios. En 2011, en 24 horas pactó con el líder de la oposición la modificación de la Constitución por la que se incluía la prioridad del pago de la deuda pública. Según él, para calmar a los mercados, pero, afirmó, sin que nadie le presionase. Cosas más fáciles de creer, hay, no obstante. Un año después, el nuevo presidente provocó, a través de la reforma laboral, la rebaja de salarios, o, en su jerga, "devaluación competitiva". El caso es que entre uno y otro, entre bajada de sueldos y subida de impuestos directos e indirectos, la inmensa mayoría de los españoles vio disminuida su capacidad adquisitiva, si es que no había perdido su puesto de trabajo. Ro
zar el 30% de paro o el que uno de cuatro niños se encuentre en situación de riesgo, mismo porcentaje que las familias por debajo del umbral de la pobreza, son datos macroeconómicos que sólo con palidez reflejan la desgraciada situación de esa parte de la ciudadanía excluida y abandonada. La democracia liberal representativa parece incapaz de dar cauce a las demandas ciudadanas de solución de problemas y de expresión de inquietudes.


El actual presidente del Gobierno, sin duda (foto:ABC).

A partir de entonces, para aquellos como yo que abogan por la implantación de la democracia deliberativa en las instancias políticas de decisión,  se abre una nueva época: los ciudadanos, hasta entonces en una gran proporción apáticos y desinteresados de la política, dedicados a sus asuntos privados y al consumo como forma de relacionarse con el mundo, comenzaron a interesarse por ella. Se pasó del elogiado "la política no me interesa" al cuestionamiento de todo lo que apareciese en su horizonte: número de diputados, sueldo de los diputados, número de funcionarios, el clientelismo político, las comisiones ilegales, los grupos de interés, los pagos en diferido a compañeros de partido que después no lo eran, los sindicatos, los liberados, los cursos de formación, las cajas de ahorro, el sistema electoral, el sistema bancario, el sistema de mercado, el trabajo remunerado de los expresidentes del gobierno de España, los consejos de administración de las empresas energéticas, la monarquía, la campechanía, etc., etc. Es decir, pasamos de ser, en su mayoría, ciudadanos satisfechos con la sociedad en la que vivíamos y con el régimen político en el que nos desenvolvíamos a ser una mayoría empobrecida, cuando no desgraciada, permanentemente irritada y enfadada, de súbito consciente del sistema, del régimen y del gobierno.  En 2010, el 15-M había sorprendido por la aparición espontánea de un asamblearismo callejero y juvenil que arrastró en su indignación a ciudadanos de todas las generaciones e, incluso, de diferentes tendencias políticas. En 2011, el PP ganó las elecciones por mayoría absoluta. Después, aparte del desencanto, el pasmo por el cinismo de la actuación de los políticos de los diferentes partidos y la repentina conciencia de que Europa había pasado de ser una ilusión a convertirse en una amenaza. 


Defienden la estabilidad institucional.
Esta última época, además, se ha caracterizado España por la llegada del posmodernismo a la democracia. La época de los grandes metarrelatos histórico-políticos acabó. Sobre todo, el de la "modélica transición". El relato paternalista de los grandes partidos (PSOE y PP) sobre la época de transición del tardofranquismo a la temprana democracia ha dado de sí todo lo que podía. Gran parte de la ciudadanía, ya sea por prurito intelectual propio, ya sea por el descreimiento que se produce tras el incumplimiento de tantas promesas, ha dado por amortizada las justificaciones del sistema político provenientes de los acuerdos de aquellas fechas. La ciudadanía de hoy, mucha de la cual ni siquiera había nacido entonces, tiene, sociológicamente, poco que ver con la del sexenio 1975-1981. El prestigio de los padres de la Constitución, si alguna vez lo tuvo, resulta hoy en un día poco más que un tópico casi inutilizable, al igual que el concepto de consenso. Los Pactos de la Moncloa, antaño casi un hito histórico revestido de un aura sagrada se han convertido en sinónimo de renuncia. Lo que en su momento se hizo pasar por pragmatismo y generosidad de los principales partidos de izquierda (PCE y PSOE), a la luz de la nueva historiografía nos hemos dado cuenta de que no era más que tacticismo egoísta y miope, por el que los propósitos de ruptura democrática quedaron orillados por anhelos de gobierno, en un caso, y pesadillas de marginalidad, por otro.


Los medios de comunicación: momento típico (foto: Banksy).

En la actualidad, la aparición de nuevos partidos coincide con la decrepitud de los antiguos. La democracia representativa ya no se considera el culmen de la democracia sino que se esgrimen propuestas de democracia directa y deliberativa. Resurge con fuerza la frase de Hannah Arendt: "O la libertad política, en su acepción más amplia, significa el derecho "a participar en el gobierno", o no significa nada". República o Democracia, Madison o Pericles, Monarquía Constitucional o cualquier otra cosa. Los intelectuales ad hoc, los sociólogos a sueldo de las empresas de sondeos de opinión, los columnistas del sentido común de los grandes diarios, los novelistas metidos a intelectuales porque sí y los caudillos mediáticos están desconcertados: los nuevos fenómenos políticos se escapan a sus conceptos heredados y a su visión retrospectiva. El bipartidismo se antoja sinónimo de acuerdos entre bambalinas y de asfixia de la democracia. Además, todos aquellos que consideraban que llevaban en su mano la antorcha del estadismo constatan que, de repente, sus otrora respetados mensajes y galvanizadoras proclamas se consideran antiguos, cuando no sesgados. Por otro lado, es curioso observar cómo el declive de las instituciones políticas clásicas corre paralelo a la decadencia de los grandes medios de comunicación  escritos. El modelo mediterráneo, en su versión española, del sistema mediático agoniza por la estrecha imbricación de aquellos. Medios públicos y privados compiten por la degradación intelectual, la manipulación política y la falta de vergüenza por la calidad de sus espacios. Las sinergias aparejan, a veces, el contagio. Muchos se refugian en explicaciones estéticas o de modales, en la condena de la mala calidad de la esfera pública o en la estabilidad que se supone la transmisión hereditaria de la jefatura del Estado. El discurso institucional está viejo y raído. Esta época, si se caracteriza por algo, es por la voladura de conceptos y de consensos impuestos por las élites. 

No tardemos tanto.
Es difícil imaginar por qué algunos siguen apostando por la continuidad casi sin matices de la actual forma de resolver los problemas colectivos, es decir del actual sistema político y de sus usos y costumbres, por qué otros siguen considerando que los escrúpulos morales no son más que la servilleta con la que uno se limpia tras el banquete, por qué líderes y referentes políticos siguen empeñados en sostener ideas que día a día demuestran su inoperancia, si no es por el mero ejercicio del poder. Por qué, si el paisaje que se vislumbra tras la política de continuismo y supuesta estabilidad es un país degradado, una ciudadanía desarmada y un estado casi fallido. Corremos el riesgo de que las débiles estructuras democráticas con las que contamos se conviertan en estatuas de arena que desmenuzará el viento de la Historia.

 No pretendo que se me entienda todo lo anterior como la enunciación de un decurso fatal de acontecimientos, en una suerte de hegelianismo inverso en el que el espíritu de los tiempos, en vez de reencontrarse consigo mismo queda aniquilado. Es, más bien, señalar que vivimos un momento que representa un hito histórico, en cuanto viejas formas de la política podrían verse sustituidas por otras más democráticas, es decir, más participativas y deliberativas. Nuevas formas de asociacionismo político y social comienzan a ensayarse: seamos osados. Podríamos tomarnos el trabajo, dada su trascendencia, de llevar a la práctica ensayos en todos los niveles posibles para resolver la tensión entre representación y participación, entre deliberación y eficiencia en la dirección y ejecución, ya sea desde la concejalía de un ayuntamiento hasta la consejería de un gobierno autónomo,  ya desde el grupo de gobierno de la alcaldía hasta el Ejecutivo del país. El empoderamiento intelectual y político de la ciudadanía resulta, además, imprescindible si queremos afrontar con ciertas posibilidades de éxito la oposición de aquellos grupos de poder que hasta ahora han tutelado el sistema para que funcionara a su conveniencia. Un sistema en el que se ha cronificado la desigualdad interna, la marginalidad y la precariedad, y ha permitido que una parte de la población esté permanentemente excluida de la vida política y otra sobrerrepresentada en la toma decisiones y que disfruta de la mayor parte de la riqueza. Hay alternativas, demandémoslas.