miércoles, 18 de diciembre de 2013

El Día de la Deliberación

Pensaba escribir algo diferente: dejar a un lado la política y los medios de comunicación y tocar cualquier otro asunto. Me temo que la consecuencia previsible sería que no escribiría en absoluto. En estos tiempos de crisis, la verdad, no estoy dispuesto a ser crítico de inocuidades, como de la última novela de Fulanito o la de la película de Menganito, aunque dispusiese de los conocimientos para hacerlo. La libertad de escribir cualquier cosa en este blog no puede ser una excusa para torturar a los lectores que decidan pasar por aquí, sometiéndolos a mis caprichos creativos.


Logotipo del PSOE.svg


Por cierto, algunos de estos lectores me han señalado, con respecto a mi anterior entrada, que los reproches que le dirigí al principal partido en escaños de la oposición podrían aplicarse también al del Gobierno estatal o a los de las comunidades no gobernadas por ellos. Sin duda, me apresuro a contestar. Mientras que en la discusión política se orilla el modelo de economía, pues la mayoría de los partidos de España, y en especial los que suelen turnarse en el gobierno, apoyan sin reservas el sistema de mercado y capitalista, hay que señalar que a las formaciones de derechas se les puede reprochar sus valores y objetivos, que no suelen esconder: organicismo, jerarquía, tradicionalismo, conservadurismo y clasismo. Alguna vez me he preguntado hacia dónde dirigirán sus simpatías los liberales, porque muchos estarán lejos de encuadrarse en este marco. A los partidos de izquierdas se les reprocha, sobre todo, su hipocresía y doble lenguaje: dicen que luchan por la igualdad y por la redistribución de la riqueza, abogan por la autonomía del ciudadano y por la participación política, pero en la praxis se vuelven paternalistas, prefieren una ciudadanía pasiva, que no se implique en política, y se contentan con mantener el statu quo económico, todo en aras de la famosa estabilidad. Así se entiende, por ejemplo, que las oscilaciones de voto sean tan diferentes en los partidos mayoritarios: uno tiene más incondicionales que otro; el otro tiene más votantes despechados que el uno.


¡Ya era hora de que me sacaran en este blog!
Como ya señalé en otro post (y como está reflejado en literatura sociológica de mucha mayor calidad y profundidad que la mía), los partidos que gobiernan el Estado del Bienestar, ya sea en su versión fuerte o en la actual que se propugna y se recorta, son presos de las contradicciones sistémicas que lo aquejan. La impotencia y debilidad de los sucesivos gobiernos (también los de las Comunidades) en el plano económico se enmascaran haciéndose pasar al primer plano asuntos sociales, morales o identitarios. Así, no es sorprendente que el famoso referéndum catalán haya ocupado la atención de los medios informativos las últimas semanas (en un cambio de clima político que beneficia tanto al gobierno de España como al de Cataluña), desplazando  las cifras macroeconómicas y las microtragedias ciudadanas a un segundo plano, menos dañino para sus proyecciones electoralistas. La nación y la nacionalidad siguen suscitando pasiones que parecían hasta no hace mucho obliteradas en las sociedades europeas, postmetafísicas y plurales (en España, sin embargo, no ha dejado de estar presente, todo hay que decirlo). Al menos, esa era la reflexión, de matiz evolucionista, de muchos pensadores. La secularización y la laicidad no han acabado con la religión en Occidente. Más bien,  en los últimos años se asiste a cierto resurgir en la esfera pública (Jürgen Habermas considera que este fenómeno es propio de las sociedades postseculares, básicamente las democracias liberales de Europa). Además, la lealtad sentimental a ese constructo imaginado (véase Benedict Anderson, Comunidades imaginadas) que es la nación no se ha dejado atrás. El famoso patriotismo de la Constitución (véase Habermas) está muy lejos de ser la norma, más allá de alguna élite intelectual o académica sin peso significativo en el espacio público.


Abogo por el Día de la Deliberación.
Y he aquí que el más reciente foco de conflicto político en España, el famoso referéndum de Cataluña, que a veces parece desleírse sin ruido y otras se hincha como un eccema rabioso, cobra protagonismo merced a la disputa de las élites políticas, que primero dirimen sus diferencias en la esfera pública, vía medios de comunicación, para después ganar fuerza negociadora. 

En mi opinión, la consulta ciudadana no debería considerarse una singularidad o un elemento extraño a la política democrática. En todo caso, no parece irrazonable pensar que podría modificarse el artículo 92 de la Constitución para darle la cabida que se merece y mediante una reforma de la actual Ley Orgánica legislar de modo que las consultas ciudadanas pudieran realizarse con mayor frecuencia y a todos los niveles. No obstante, un referéndum debería ir precedido de una intensa actividad deliberativa ciudadana, promovida por las instituciones públicas. Porque ¿qué significa dar una opinión, un voto, o una respuesta a una encuesta basándose simplemente en ideas superficiales o sensaciones confusas salvo expresar un estereotipo o un prejuicio? Los referendos no pueden limitarse a ser una encuesta política típica, que busca, como suelen decir los comentaristas de los medios, "una foto" de la opinión pública. En asuntos políticos de enjundia, es decir, en todos, no se debería preguntar la mera opinión que se tiene, sino aquella opinión que se tendría después obtener la información necesaria y sopesar los argumentos de uno, otro y del de más allá. La diferencia es algo más que notable. En los experimentos deliberativos o encuestas deliberativas realizadas, entre otros, por el filósofo político James S. Fishkin, se observa cómo las personas que tomaban parte en ellas cambiaban en gran medida sus opiniones (se les hacía una encuesta antes de las deliberaciones y otra, después) y las fundamentaban mucho mejor. Trasladándolo a la gran encuesta nacional que pueden ser unas elecciones o, en el caso que nos ocupa, un referéndum, Fishkin aboga por implantar un Día de la Deliberación en el que el Estado proporcionara espacios e información para que los representantes de los partidos (a nivel local, por todo el territorio del Estado) explicasen a la ciudadanía su programa, medidas o propuestas, y pudieran ser interpelados por los ciudadanos que participaran (no se descarta implantar incentivos). Como consecuencia, éstos abandonarían su ignorancia racional (para qué va uno a molestarse en informarse si, total, un voto no vale nada entre tantos millones) y estarían más dispuestos a participar en la consulta o en las elecciones de turno.


¿Consenso? ¡Estoy en contra!
A pesar de las evidentes dificultades logísticas y el gasto (uno se pregunta si no valdría más ese que el que se incurre en cada campaña electoral y que tiene las consecuencias perversas en los partidos que todos conocemos), el resultado electoral o el del referéndum estaría cargado de valor cognitivo y político, lo que claramente repercutiría en la legitimidad del gobierno de turno y de las instituciones públicas, y evitaría en gran medida fenómenos como la actual desafección, de la que tanto se quejan, asimismo, nuestros representantes políticos y los autonombrados líderes de opinión. No se trata, por tanto, de llegar a ningún consenso. Puedo estar de acuerdo con la filósofa Chantal Mouffe en su visión agonística de la política y de la esfera pública. En muchos casos, es sencillamente imposible, y es posible que ni siquiera deseable, alcanzar tal consenso por la disparidad de visiones morales y políticas existentes en nuestra sociedad plural. No obstante, nuestra democracia ganaría en calidad al incluir mayor deliberación y participación, y el principio de la mayoría perdería ese carácter asfixiante que el mero recuento de votos provoca en los derrotados.






lunes, 9 de diciembre de 2013

Los actores de la izquierda

Como es probable que este sea mi último post del año, quería escribir algo distinto a señalar las falacias argumentativas de los políticos o la sesgada visión del espacio público de los medios de comunicación. Sin embargo, el poder, la influencia y el dinero no dejan de aparecer de forma conspicua como los tres elementos que, al menos en apariencia, mueven a la acción a aquellos. Por sí mismos, estos elementos no son negativos para una sociedad más justa e igualitaria. Utilizados como medios para alcanzar los propios fines a expensas de los posibles perjudicados y sin que se hayan utilizado medios democráticos, sí lo son.
Soy leyenda.

Por tanto,  he postergado para una época menos agitada la decisión de escribir de algún otro asunto que no sea estrictamente político: arte (en sentido amplio), cultura (en sentido amplio, también)... Comprendan que es difícil resistirse a señalar las campañas mediático-políticas cuando las percibe uno, que todavía dispone de capacidad de indignación. Así que allá vamos.

El último congreso del principal partido en la oposición resultó todo un espectáculo, en el sentido recto de la palabra: actores, guión, coreografía y atrezzo. Como en una obra de teatro antigua, los viejos sabios tuvieron su papel, y hasta algún muerto resucitó para darnos consejos desde el más allá. Desde las lejanas provincias, futuros césares se subieron al escenario para representar la renovación. Al mismo tiempo, los medios de comunicación afines dedicaban gran número de páginas a narrar la obra a la ciudadanía y a hacernos conscientes de su gran importancia. "No se la puede perder", parecía leerse entre líneas. No contentos con esto, dichos medios, cuyo nicho de mercado es el centro-izquierda (o lo que entiendan por eso), suministran desde entonces, día sí y al otro también, entrevistas y artículos de opinión de sociólogos y juristas que nos alertan del "peligro del populismo". Da la impresión de que las cabezas pensantes que quedan en ese partido están alarmadas porque no capitalizan el amplio descontento ciudadano con el Gobierno. Por consiguiente, ejercen un ataque preventivo contra la posible tendencia de su electorado natural a elegir o a articular otras opciones políticas más ambiciosas. Más bien, cabría decirles que se puede señalar lo opuesto: el peligro del conformismo o del partidismo totalizador que conduce a la parálisis política.

No obstante lo anterior, esos líderes y los miembros de sus fundaciones anejas no parecen darse cuenta de que para muchos ciudadanos la idea de la izquierda no está tan asociada a la estabilidad política a cualquier precio como a la democratización en tanto tarea permanente y siempre inacabada. Ejercer esa suerte de pragmatismo estratégico y evitar la confrontación en áreas sensibles no resuelve problemas, sino que posterga su solución. No abordar reformas democratizadoras por cálculo electoralista priva a medio plazo a sus potenciales votantes de razones para votarles. Son las paradojas de la izquierda, que, al menos en España, han madurado de forma acelerada hasta reventar en su crisis actual.


Nunca me he ido del todo.
Quizá pueda pensarse que a dicha izquierda, al menos a la que se le proporciona espacio, micrófono y plano, le falta vocabulario, consecuencia de su idea estrecha de la democracia y de la sociedad. Lo anterior resulta evidente cuando dicen: "Lo que quiere la ciudadanía es...", "lo que le importa a los españoles es...", "lo que la gente espera es...", como si el líder o caudillo mediático de turno poseyese esa omnisciencia divina o ejerciese esa representación schmittiana cuasi mística que le capacitase para ejercer el poder sin ataduras. Sería deseable, en mi opinión, que dejara en el museo de los errores el paternalismo (aunque bienintencionado) y la hybris.

Yendo más allá, puede que nunca sea demasiado tarde para considerar la idea de que la ciudadanía no debería ser una excusa o una coartada, ni un mero objeto de seducción, comprensible mediante sondeos de opinión, sino el principal sujeto político en su poliédrica constitución: múltiples grupos sociales de diferentes tendencias políticas y diversas situaciones de riqueza e ingresos, heteróclito conjunto de creencias y cosmovisiones. Precisamente por esta diversidad, los procedimientos democráticos, siempre en proceso de mejora, para no sólo conocer sino también fundamentar la opinión de los ciudadanos, deberían dejar de ser la excepción, tal como ocurre hoy en día, y convertirse en la norma. En vez de abjurar, por ejemplo, de las consultas ciudadanas periódicas como los referéndums, aduciendo un nivel de participación por debajo del 50% (parece ser el caso suizo, aunque depende de lo que se pregunte), se podría señalar que ojalá viviéramos en un país en el que se requiriera nuestra opinión con tanta frecuencia, aun a riesgo de que no quisiéramos participar siempre. En esta línea, produce, en el peor de los casos, pasmo, y, en el mejor, cierto bochorno oír a algún miembro del partido en la oposición que deberían "abrirse" a la sociedad/ciudadanía, dando a entender, de esta manera, que estaban cerrados a ella, precisamente sus representantes en el Parlamento y demás instituciones del Estado... 

En definitiva, habría que preguntarles a esos dirigentes, a esos analistas y expertos en marketing político cuál es su concepción del ser humano y cuál es su idea de lo que debería ser una sociedad bien ordenada (en términos de Rawls). Quizán no quieren reconocerlo, pero, a tenor de sus manifestaciones y acciones, su idea de la democracia  es más elitista que deliberativa, mucho más próxima a Schumpeter que a Habermas, lo que puede satisfacer a algunos y frustrar a muchos más.