martes, 22 de octubre de 2013

Albert Pla, arte subvencionado y tutelaje institucional

A la consabida frase de que en una conversación cortés no se debe hablar de política, religión ni fútbol, yo añadiría la cultura. La subvencionada, claro está. Es uno de los asuntos más peliagudos que puede tratarse en una conversación y, sin duda, no sería el más adecuado para, por ejemplo, una primera cita que se pretenda romántica. Sin embargo, como no es nuestro caso, será justo ese, como ya habrán adivinado, el motivo de la columna de hoy.

El mundo de las artes, reconvertido en los últimos tiempos en España  en industria cultural a causa de la globalización, la ralentización-crisis-recesión de la economía y la lucha entre lobbies por influir en el Ejecutivo (que es en lo que ha devenido nuestro democracia), ha salido de nuevo a la palestra informativa como consecuencia de la suspensión de un concierto del músico Albert Pla en la ciudad de Gijón, en concreto en el Teatro Jovellanos. Al parecer, el ayuntamiento de esa ciudad decidió que aquél no podía tocar en un teatro municipal porque había declarado en un medio informativo que le daba asco ser español. El asunto va más allá de la censura o veto a alguien por manifestar su opinión de manera pública, que ya es grave. Que un concejal dictamine que tal o cual declaración es una "ofensa" a los españoles y gijoneses no debería ser más que una opinión sin pretensiones de objetividad. En todo caso, arrogarse la representación de los españoles o los gijoneses sí que parece un alarde de pretenciosidad.



¿Y qué si me da asco España?
Mi punto de vista es que de nuevo se pone de manifiesto la contradicción que supone el concepto de arte subvencionado. Cuando las instituciones públicas intervienen como patrón, mecenas o socio del arte no resulta extraño que ocurran cosas como esta: listas negras para los artistas que, tanto mediante su obra como en sus declaraciones públicas, rompen con el statu quo del sistema o, peor aún, son adscritos a una tendencia política diferente a la de quien ejerza el control de aquellas instituciones. Las consecuencias son la censura, el veto o la exclusión de los circuitos oficiales.

Quizá en otro mundo, el Estado podría promover la creación y manifestación artística de modo que permaneciera neutral ante ellas, tanto en lo que se refiere a su definición como a su contenido. Supongo que el límite podría ser la vulneración de los principios constitucionales o la Declaración de los Derechos Humanos. En todo caso, habría que llegar a un consenso sobre la conveniencia y utilidad de dicha promoción, cosa que en principio no resulta evidente. La justificación habitual es que para escapar al dominio absoluto del mercado, el Estado se erigiría como protector de aquellas actividades humanas que lo merecieran, es decir, valiosas. Sin embargo, al menos en el caso español, a lo que parece que hay que escapar a toda costa es al dominio de los partidos políticos y de las instituciones controladas por ellos.


Sin embargo, no es tarea sencilla: en nuestro país, el Estado en sus múltiples manifestaciones (Gobiernos autonómicos, diputaciones, cabildos, ayuntamientos), sea quien haya sido el que ocupara el poder, se ha dedicado a promover la construcción de recintos escénicos, salas de conciertos, galerías, museos  y otros contenedores de arte, y a encargar la producción y contratación de obras de todo tipo, ya por ese paternalismo ínsito a nuestra versión del Estado de Bienestar, ya por tener la vista puesta en un electorado al que pensaba que podría seducir con la cultura. Ha habido Ministerio de cultura, Secretaría de Estado de cultura, consejerías de cultura, concejalías de cultura... La dichosa cultura ha sido una figura omnipresente las últimas décadas.. Mucha gente no se ha dado cuenta todavía de que la cultura (aquí sinónimo de arte) no es algo que se dé en la naturaleza, ni tampoco es producto de un consenso indiscutible elaborado por la comunidad. Quiero decir con esto que cuando el Estado subvenciona cultura, subvenciona un tipo de cultura, un tipo de contenidos y a un tipo de artista. Así, nos resulta familiar la idea de que cada partido tiene sus artistas afines, a los que protege desde las instituciones cooptadas. Algo que, a pesar de la crisis y de la reducción drástica del presupuesto destinado a estas actividades, se mantiene a grandes rasgos.



Si me llaman intelectual, será por algo.

En todo caso, el caso de Albert Pla no es, en absoluto, el primero; muchos más casos son conocidos y más aún permanecerán en la oscuridad por miedo a mayores represalias. La cancelación de su concierto es un ejemplo de lo que ocurre cuando una institución pública es, por ejemplo, la dueña del espacio de la representación... Así, los artistas que se quejan de la falta de fondos públicos para la promoción de la cultura (esto es, la subvención de sus proyectos artísticos) deberían recordar la servidumbre que comporta y considerar la posibilidad de que dicha servidumbre podría vaciar de significado sus intenciones creativas. También podría darse el caso de considerarse artista y no querer molestar a nadie: ni a la izquierda, ni a la derecha, ni a los españoles, ni a los gijonenses. Tal vez entonces,  podría ir a solicitar ayudas, subvenciones, billetes de avión para exponer en Noruega, un espacio en una Bienal o una ponencia en unas Jornadas. Quizá, a fuerza de aliarse con unos o con otros, un medio de comunicación nacional le impusiera la etiqueta de pensador. Desde esa tribuna, el otrora artista, ya recalificado como intelectual, pontificaría sobre política, toros, la degradación de las costumbres, el nacionalismo excluyente o la decadencia del arte.


Noruega: un gran país.
Imagino que la creación es un esfuerzo no siempre recompensado. A las frustraciones propiamente artísticas se superponen las sociales y las económicas. Es cierto que tampoco se nos puede exigir comportarnos como héroes de modo cotidiano. No obstante, en el contexto español, pedir dinero a las instituciones públicas para ejercer de artista no me parece sino otra manera de ponerse un bozal y una correa. La opción vital de convertirse en artista no debe ser fácil, y más la de querer mantenerse con esa actividad, pero debe de haber más maneras que la de hacer cola ante la ventanilla de la institución pública de turno o del político conseguidor. Se puede argumentar también que la producción artística (una vez aparcada la habitual cantinela sobre su capacidad de mejorarnos en el ámbito moral) es equiparable a cualquier otra rama de la economía y como tal debiera tratarse; pero su objeto, que es simbólico, no es el mismo que el producto agrícola, manufacturado o la prestación de servicios. Y esa característica, sobre todo cuando los mismos artistas la mezclan con conceptos como libertad o reivindicación está reñida, con los matices que se quiera, con el clientelismo, el mecenazgo o la subvención. Salvo que cuando se quiera decir artista se piense, en realidad, en publicista o propagandista.






lunes, 14 de octubre de 2013

Más allá del voluntarismo

No sin razón, se me podría atribuir, por los diferentes posts que he venido escribiendo durante estos meses, de cierta propensión al voluntarismo político. Me explico: mis llamadas al lector a que actúe como ciudadano demócrata animándole a ejercer su derecho de expresión en la esfera pública podrían dar a entender que la cuestión de la democratización es un asunto que podría resolverse con que un número suficiente de personas ejerciéramos la presión necesaria para que los partidos políticos y, por ende, el Legislativo y el Ejecutivo se pusieran manos a la obra. El asunto no es tan sencillo, claro está. A continuación, trataré de bosquejar el dilema de los estados liberales que han engendrado, en sus diversas variantes, lo que se conoce como Estado del Bienestar.


Presos de contradicciones estamos...
Los estados liberal-democráticos actuales, inmersos en y sostenedores de la forma de producción capitalista y de sistema de mercado, se mueven, hablando de manera esquemática, entre dos polos: a) economía y b) legitimación política. El Estado debe, para su propia supervivencia, proteger la esfera económica y alentar su crecimiento. Esto se entiende fácilmente, pues, aparte de que la economía capitalista necesita del Estado para amortiguar sus ciclos de crisis y depresión, sólo así podrá ejercer aquél una actividad recaudatoria que le permita atender las demandas sociales y, como consecuencia, generar el apoyo o, al menos, la incuestionabilidad del sistema en su conjunto. Dejamos aparte en este análisis el fomento  de la ideología adecuada para reforzar dicho apoyo, aunque no cabe duda que desempeña un papel importante. 


Como se ha expuesto en la literatura filosófica y económica de los últimos cincuenta años, ambos objetivos no son complementarios, sino contrapuestos. Sólo en economías de elevado crecimiento, como en la Europa del periodo posterior a la II Guerra Mundial hasta mediados de los años 70 del siglo pasado, las discordancias y contradicciones del denominado Estado del Bienestar pudieron acomodarse con éxito. Los representantes del capital y del trabajo veían que el juego de negociaciones de demandas y concesiones arrojaba, para ambas partes, un saldo positivo. En épocas de crisis como la del petróleo o como la actual en Europa meridional, la crisis económica y su consiguiente crisis fiscal hacen resurgir las críticas a dicho modelo de Estado y favorece las medidas que propicien el crecimiento económico a costa del otro (la legitimación popular). Es decir, un juego de suma cero.

Es en ese contexto como se explican tanto las medidas como el discurso (en esa especie de neo-lengua) de nuestro actual gobierno. Así, tenemos los recortes ("reformas") en las áreas de atención social, por las que se prepara (Educación), se cuida (Sanidad) y se mantiene (prestación por desempleo y otras) a la futura, actual y sobrante mano de obra, y se legisla para obtener la  "confianza de los mercados", como la vertiginosa reforma constitucional para el pago prioritario de la Deuda Pública, la facilitación del despido ("flexibilización del mercado laboral"), o la amnistía fiscal ("regularización de activos ocultos"), etc. La intención es clara: evitar la fuga de capitales y, en la medida de lo posible, atraerlos. De hecho, la dependencia del Estado es tan manifiesta (y aquí parafraseo al sociólogo alemán Claus Öffe) que las grandes corporaciones, las empresas transnacionales, las entidades financieras, etc., ejercen de hecho una suerte de veto a las iniciativas estatales. Ese veto se traduce en la no inversión o en la salida del capital. La disminución, o eliminación, según se trate, de prestaciones sociales de diversa índole no puede por menos que suscitar la retirada del apoyo de gran proporción de la ciudadanía al gobierno de turno, a los partidos políticos y, finalmente, al Estado. Como señalan algunos autores, la pregunta no es tanto cuál es la solución para que el sistema siga funcionando sino cómo es posible que a pesar de su contradicción sistémica haya durado tanto.


De voluntarista, nada
Por otro lado, no todo brilla en el paraíso del Estado del Bienestar. La cara oculta de las prestaciones sociales es la invasión del Estado en el área privada de la ciudadanía, el paternalismo ciego a matices y la desactivación política de los ciudadanos, convertidos en clientes de servicios, lo que entronca con la crítica conservadora respecto del carácter ilimitado de las demandas ciudadanas, que provocan el crecimiento del aparato administrativo estatal y del correspondiente volumen de gasto. El coste de la satisfacción de tales demandas es siempre creciente, lo que obliga al Estado a buscar nuevas formas de recaudación, porque la vuelta atrás anulando aquellas medidas provoca la desafección popular. Como se ve, un círculo vicioso.


No obstante lo anterior, no propongo compensar mi voluntarismo, al que podría acusársele en cierta medida de  ingenuo,  con un quietismo conformista. Busco con este artículo, de modo básico, proporcionar contexto a las aspiraciones democráticas de parte de la ciudadanía. Es posible explorar nuevas maneras de asegurar la vida de todos los ciudadanos que no supongan esa sobrecarga fiscal del Estado, pero no la imagino si no viene de la mano de la descentralización y democratización de las instituciones públicas políticas y administrativas y en gran medida de las económicas. Es necesaria una sociedad civil fuerte, autolimitada en cuanto a la posibilidad de ocupar el poder político, pero pujante en cuanto a su propia democratización y exigente en cuanto a ésta en las esferas política y económica (hasta ese punto en que no interfiera con su eficiencia). Esa democratización debe consolidarse como una opción realista entre las distopías de una sociedad regulada de manera exclusiva por el mercado o una en la que la sociedad civil se haya fundido con el Estado, que tiene como consecuencia la desaparición de la primera, tal y como sucedió con los regímenes comunistas o repúblicas populares.

Sin duda, cualquiera de los puntos que he tocado en esta ocasión son merecedores de mayor atención y requieren una explicación más extensa, por no hablar de aquellos (referentes a la cultura, a los valores, a la ideología, etc.) que ni siquiera he mencionado. En todo caso, me doy por satisfecho si he incitado a la reflexión del lector sobre estos asuntos que estamos viviendo todos en primera persona. No es otro mi objetivo.






miércoles, 2 de octubre de 2013

La democratización pendiente

A veces, la actualidad, es decir, esa visión de la realidad seleccionada y deformada por los medios de comunicación no ofrece novedades para la reflexión. No quiero decir con eso que no se publiciten las barbaridades, felonías e indignidades propias de las instituciones políticas y económicas con ya rutinaria cadencia. Todo lo contrario: los medios viven y se deleitan del escándalo y la espectacularidad, una vez arrinconada aquella supuesta función social de la que hemos hablado en otras ocasiones. Al menos hasta el momento en que escribo estas líneas, me cuesta descubrir un rasgo nuevo que pudiera habernos pasado inadvertido en las intervenciones públicas de los actores políticos. Las falacias argumentativas circulan por doquier, sin duda, y la razón se encuentra con la mala fe, cuando no con el absurdo, a cada paso. En este sentido, el paisaje político e informativo parece estar lleno de hitos dignos de comentario.

No obstante, tengo la impresión de que nos hemos estancado en la misma agonía, por más que resulte una redundancia, de un país en declive.  Incluso, para ser más puntillosos, hasta el mismo proceso de degradación política se ha enfangado, atascado en la sinrazón, como si ni siquiera los actores gubernamentales y partidistas en general encontrasen fuerzas para espetarnos engaños con cierta complejidad o elaborar mentiras con un mínimo de convicción. Los expertos en marketing y asesores de comunicación parecen haber agotado por el momento el repertorio de manipulación, y sus eslóganes y proclamas se arrojan al espacio público sin el brillo de antaño.

 Y eso por no hablar del proceso de democratización del país, tanto en la sociedad como en sus instituciones, que dista mucho de haberse completado. Con cierta generosidad, podríamos respaldar la tesis de que se ha iniciado, pero que, a la vista de los sucesos de los últimos años, está necesitada de un nuevo impulso regenerador, adjetivo este del gusto de los intelectuales orgánicos y líderes mediáticos de toda laya y condición.


¿Cómo nos presentamos en la vida cotidiana?
Así, uno asiste a todo este despliegue de tertulias, debates, declaraciones, entrevistas y titulares con un escepticismo que no siempre llega a ser cínico. A veces, resultan enternecedores, incluso, los esfuerzos con que los actores políticos y mediáticos (ya se sabe que los económicos suelen sentirse más a gusto en la oscuridad) intentan atraer y convencer al auditorio ciudadano. Parafraseando a Erving Goffman, nos hemos familiarizado tanto con la región posterior de la representación, con sus exabruptos, sus familiaridades entre colegas y sus menosprecios hacia el público, que ya nos resulta imposible creer en su actuación. Pronto no nos quedará ni la cortesía que impela a escucharlos una vez más.

 Claro está, me refiero a esa parte del auditorio que no se distrae con el entretenimiento de masas ni por el dinero que pueda ganar en sus negocios privados, que ni se abandona a la abulia del mero conformismo ni es nostálgica de caudillos de mano dura. Pienso, más bien, en esa otra, no descarto que minoritaria, que no concibe la sociedad como una lucha de todos contra todos ni actúa en ella con conceptos darwinistas. Pienso en esa parte de la ciudadanía, a la que Vd., lector, debe pertenecer si sigue leyéndome en este momento, que cree que las leyes y la solidaridad deberían complementarse para que cada uno de nosotros fuera autónomo en su pensamiento, libre en su desenvolvimiento vital e igual en derechos y obligaciones. Esa parte de la ciudadanía que es consciente de que la lotería genética y social no premia a todos con las mismas características y capacidades, y que es labor de todos, a través de las instituciones públicas que ninguna persona o colectivo sea discriminado, marginado, invisibilizado o explotado. 

Nosotros, normalmente público de las representaciones políticas, podemos ser actores importantes en el devenir futuro de nuestro país, pero hemos de dejar el asiento de espectador, ya sea de platea o de gallinero, y atrevernos a subir al escenario. Reflexionemos, quejémonos, argumentemos, cantemos, escribamos, leamos, ampliemos nuestros conocimientos, manifestémonos, votemos, no votemos, exijamos, pidamos cuentas, neguémonos a aceptar la indignidad, participemos... Y apliquémonos a nosotros mismos esos valores que reclamamos en otras esferas. 


Necesitamos más ciudadanos como ella.
Atrevámonos a ser demócratas con todo lo que conlleva si es que queremos en serio que nuestras instituciones lo sean también, si pretendemos que los valores constitucionales sean inspiradores de leyes justas; si, a pesar del mal llamado pragmatismo de algunos, rechazamos que sólo haya una manera de hacer las cosas y de regular la convivencia entre nosotros. Y si, aun así, nuestros representantes políticos, ya sea por verdadera incapacidad de lidiar con los poderes económicos, entidades financieras o los abstractos entes llamados "mercados", ya sea por su concentrada y solipsista entrega  a la lucha por el poder se resisten a dicha democratización, se encontrarán con una ciudadanía dispuesta a castigarles tanto en las urnas como en el espacio público. Quedarán abocados a comprender a diario que el ejercicio del poder será tanto más amargo cuanto más tengan a la ciudadanía en su contra.

No llegan a 40 los años en que hemos vivido dentro de un régimen constitucional. Sería incorrecto afirmar que somos una sociedad democrática en un sentido que no fuera el de la legalidad y el diseño institucional, porque la internalización de los valores concordantes es cuestión de varias generaciones, y más cuando provenimos de un largo régimen dictatorial cuyos valores fundamentales eran la jerarquía, la obediencia debida y una amalgama sesgada de mandatos provenientes del catolicismo. Al igual que en su momento Kant señalaba que, aunque sus conciudadanos vivieran en la Ilustración, no era la suya una sociedad ilustrada, podemos afirmar que aunque vivamos en algo así como en la Democratización (a pesar de la actual tendencia regresiva basada tanto en una versión extrema del liberalismo de mercado como en una vuelta a los valores de sesgo ultraconservador) no somos una sociedad democratizada. Corremos el riesgo de que esa Ilustración y Democratización fallidas dejen paso, sin demasiada resistencia, a esa colonización del mundo de la vida que convierta a nuestro país no en un Estado fallido, que también podría ser, sino en un no-lugar: un mero espacio para el intercambio de mercancías y prestación de servicios regulado por el mercado, en el que seres humanos, casi incorpóreos, vagaremos como sombras, porque lo único valioso lo constituirán los dígitos de nuestra cuenta corriente.