jueves, 29 de agosto de 2013

El Gran Embuste

No deja de resultar llamativo que, en medio de todo tipo de noticias, reportajes y explicaciones técnicas proferidas en los medios de comunicación por los expertos respecto de la crisis económica, dos asuntos de casi exclusivo valor simbólico hayan atraído por algún tiempo los focos y las portadas de aquellos, y, por ende, de gran parte de la opinión pública que todavía confía en que le estructuren la realidad. Estos dos asuntos, como ya habrán imaginado, son el contencioso de Gibraltar, tomando como excusa un asunto de menor enjundia, de tipo local, y lo que en mi ardor de bloguero he denominado la guerra de las banderas.


El dichoso peñón, ni más ni menos (Wikipedia).

Mi intención, no es en absoluto, en el primer caso, pretender mostrarme como lo que no soy, otro experto en asuntos internacionales o de pesca de bajura ni, en el segundo, hacer una defensa de símbolos patrios. Me explico: en realidad, lo que me interesa es poner de relieve el poder de arrastre de asuntos que, a pesar de vulnerar presuntamente costumbres o derechos unos ciudadanos, no poseen una dimensión tan extraordinaria como la que pretenden hacernos creer el Gobierno y los medios de comunicación. Sin embargo, es cierto que muchas personas sí sentirán una carga emocional considerable: en ambos casos, aquellas que posean como características constitutivas de su identidad el sentimiento nacionalista, una presunta ideología política  o una determinada visión del mundo, percibirán aquellos incidentes casi como un ataque personal. 

En el caso de Gibraltar, lo que era un problema menor a escala nacional (aunque comprendo que para los afectados el asunto es serio) respecto de un caladero, ha sido presentado, de nuevo, como un ultraje a la patria, un agravio a los españoles y una nueva muestra de arrogancia de la pérfida Albión. En el segundo caso, unos jóvenes aspirantes a políticos se han fotografiado con la bandera franquista. El asunto no tendría mayor enjundia que el mostrar cómo ciertos afiliados a ese partido consideran a éste (sin duda, de manera errónea) heredero natural de los valores de aquel régimen. En efecto, algunos ciudadanos de tendencia conservadora de este país creen que no es incompatible proclamarse demócrata y, al mismo, tiempo valorar de forma positiva la dictadura de Franco. A estas alturas, nos hemos acostumbrado a no considerar esto un escándalo cognitivo. Al fin y al cabo, democracia significa respetar visiones tradicionalistas, conservadoras e incluso pre-ilustradas, siempre que no conlleven un ataque efectivo (y no meramente una pose nostálgica) contra nuestro Estado constitucional. No obstante, hay que señalar que la exhibición de símbolos que se consideran atentatorios contra los principios constitucionales, como la bandera franquista, está prohibida.

 Es posible que, a fin de cuidar las formas, una rápida expulsión de los fotografiados habría servido para apaciguar la supuesta conmoción social, magnificada, no obstante, por algunos medios de comunicación. Sin embargo, un portavoz de ese partido, imagino que con un discurso estudiado, contrapuso la bandera franquista -un símbolo- a la bandera republicana -otro símbolo- y arremetiendo contra la II República. Aparte del uso de falacias argumentativas varias y de una visión histórica sesgada en ambos casos, el Ejecutivo ha logrado que, al menos durante unos días, tanto la crisis de su partido como la económica (con la connivencia de unos medios de comunicación que se han prestado gustosos al espectáculo) pasaran a un segundo plano. No por ello quiero decir que ambos asuntos no constituyan expresión de problemas reales, pero sí que podrían haber sido despachadas en la esfera diplomática, por un lado, y en la disciplinaria del partido, por otro, sin tantas alharacas ni aspavientos.


Soy el que más sale aquí.
Pero más allá del simbolismo, siempre importante, me gustaría, siguiendo a Habermas, señalar que, si bien el nacionalismo ejerció en su momento histórico un importante papel cohesionador (en que unas comunidades y unos países se contraponían a otros con el buscado efecto homogeneizador de lenguas y costumbres), a estas alturas de interconexión mundial con la globalización económica, y la imparable permeabilización de nuestras sociedades, plurales en valores, creencias, lenguas y etnias, debería surgir en su lugar otro basado más bien en el orgullo de contar con un sistema de derechos y libertades que permite, al menos en teoría, que cada uno de nosotros lleve a cabo el plan de vida que considere mejor para sí mismo, que cada uno siga la idea del bien que por tradición o elección prefiera. Hay que señalar, no obstante, que ese patriotismo constitucional debería estar basado en premisas que no se dan, al menos de modo óptimo, en ningún país. Es más bien un ideal regulatorio: el liberalismo de corte más progresista denunció hace tiempo la imposibilidad de cumplir con un plan de vida mínimamente satisfactorio si no se daban las circunstancias económicas y sociales adecuadas que nivelaran e integraran a sectores de la población depauperados o marginados. De ahí, nació, entre otras cosas, el Estado Social después de la II Guerra Mundial.
Si no leemos, ¿a qué podemos aspirar? (Fuente: CIS)

Así que no es de extrañar que, tras el continuo desmantelamiento del Estado del Bienestar y, en todo este tiempo, el fracaso de los distintos gobiernos nacionales y locales en disminuir la polaridad social, eliminar la pobreza, amén del incumplimiento  en la promoción activa de la visibilidad y la voz de colectivos marginados, se recurra una y otra vez a ese nacionalismo basado en la comunidad, en la lengua y, a veces, en la genética para desviar la atención de la ciudadanía, que podría centrarse en su incompetencia e impostura. Porque tras el ejercicio de impotencia política tanto del anterior gobierno como del actual en materia económica y política, por no hablar del fracaso en la profundización de las libertades y de la promoción de valores democráticos y su aparente claudicación ante el poder financiero, uno tiende a pensar que vivimos (en palabras de Fernando Vallespín) pendientes de pequeñas mentiras, pero sin darnos cuenta del Gran Embuste.

Un Gran Embuste cuyo velo no podremos descorrer si no es mediante la democratización de la sociedad, del sistema político e, incluso, de muchos niveles de la economía (dando un paso atrás, por ejemplo, a la tendencia a eliminar a los sindicatos como actores en el diálogo social o de reducir al mínimo su papel). Es decir, deberíamos considerar que la Constitución no es el final, sino el principio de un largo proceso de continua reforma y crítica que haga de España un país del que sentirnos, entonces sí, en verdad orgullosos.

sábado, 17 de agosto de 2013

La sociedad civil

Como habrán advertido mis lectores, el asunto al que más tiempo y espacio  dedico en mis artículos es el de la esfera pública y dos de los actores que pretenden hacerla suya: políticos y medios de comunicación. Si los primeros la utilizan para transmitir su discurso, conseguir visibilidad y adquirir status de líderes, para los segundos es su campo de actuación intrínseco. Autoproclamados como los controladores del poder político, los medios se arrogan, en virtud del deficiente y cuestionado sistema de representación político actual, la verdadera representación de los ciudadanos. Gracias a ellos, dicen, la voz del ciudadano de a pie es escuchada, y de forma permanente. Mientras los partidos políticos que ocupen el poder necesitan la legitimación ciudadana, parece que los medios no necesitan ninguna. 


Soy la voz del pueblo.
Sin embargo, el asunto no es tan sencillo. Los medios de comunicación son, salvo la radio y televisión estatales o las diversas autonómicas (estos son en muchos casos, la vía por la que el poder político pretende desembarazarse de la presión de los medios de comunicación privados, al tener el suyo propio y librarse así, al menos en parte, de las exigencias de aquellos), empresas de comunicación privadas cuyo objetivos son, además de la comunicación en sí, la búsqueda de beneficio económico, el prestigio y la influencia para la buena marcha del negocio. En este sentido, sería ingenuo creer que los medios están guiados de manera exclusiva  por dar voz al ciudadano o criticar al poder político (y muchos menos al económico). Su connivencia con el partido político afín o con el más oportuno en cada momento es vital para la buena marcha de la empresa. Ya sea por la publicidad institucional, ya sea por las concesiones estatales para frecuencias de radio o televisión y demás negocios colaterales, muchos medios ejercen, en efecto, una vigilancia sobre los partidos y sobre el ejecutivo, pero no la que proclaman cada vez que tienen ocasión: profundización de la democracia, coto a los excesos del poder, expresión de la ciudadanía, etc., sino la más sibilina y menos altruista de calcular el efecto de la acción de aquellos sobre la buena marcha de los negocios propios. No creo que a nadie le asombre comprobar que las medios dan espacio a quien quieren, cuando quieren y respecto de los asuntos que quieren, y nunca rinden cuentas de sus decisiones. Por no hablar de la figura del "caudillo mediático" (en expresión del sociólogo Félix Ortega), normalmente periodista y supuesto líder de opinión, que dice saber cómo piensa la ciudadanía (así, en general, como si ésta fuera un ente homogéneo y singular y no una pluralidad de individuos y grupos con diferentes visiones del mundo) o, directamente, se erige en su portavoz natural. En muchas ocasiones da la impresión de que los medios consideran una pérdida de tiempo y de recursos manipular o moldear a la opinión pública. Es más sencillo considerarse la opinión pública, que así queda construida según sus propios intereses. El perjudicado, claro está, es el ciudadano, relegado a un papel pasivo tanto por los políticos como por los medios de comunicación: más consumidor y cliente que ciudadano.
¡A mí no me tose ningún caudillo mediático!

En numerosos casos,  además, y no creo que sorprenda a nadie al decirlo, se producen verdaderas coaliciones político-mediáticas con el objetivo de producir sinergias mutuamente beneficiosas. El político, los partidos, necesitan en la sociedad actual de los medios de comunicación no para recoger las inquietudes ciudadanas, sino más bien para fabricarse una imagen que les invista de carisma o, al menos, les proporcione una aureola de competencia que convenza a los ciudadanos a votarle en su momento. Además, cómo no, de inducir a la ciudadanía a que acepten determinadas decisiones en los diversos ámbitos de su competencia: la conocida impartición de consignas desde arriba hacia abajo. En todo caso, esta dependencia de los medios de comunicación se traduce en las herramientas que deben utilizar los políticos: modos, usos y reglas que no pertenecen a la política, sino a los medios de comunicación. La escenificación, los tiempos, la forma deben ser las adecuadas para su óptima difusión a través de los medios. Sin éstos, no hay proclama, mensaje o consigna que valga.

Por otro lado, partimos de que la concepción de la democracia de la mayoría de los partidos políticos (sobre todo los mayoritarios) y de sus militantes es la elitista o procedimental. En ella, las élites se turnan en el ejercicio del poder y la única posibilidad de acción política que se concede a la ciudadanía es el voto. El programa, las líneas maestras, los argumentos políticos, en suma, se rebajan a un nivel que sea aceptable ideológicamente y comprensible para la mayoría de la población (el famoso centro político). Por tanto, lo que queda es un núcleo de ideas básicas, de directrices (que a nada obligan) con el que la mayoría pueda estar de acuerdo (es decir, un programa, en esencia, conservador). Queda, además, la imagen. Esto quiere decir que a los ciudadanos se les hurta el debate sobre ideas y se les ofrece en cambio, estética. El dirigente político, o líder, intenta proyectar una determinada imagen con la que los ciudadanos puedan identificarse. Priman la emoción y las sensaciones sin razonamientos. Así, diluidas las ideas y  emborronados los argumentos, los gabinetes de comunicación y los medios de comunicación explotan el lado humano de los políticos. Como si fuera interesante para los proyectos en común de nuestra sociedad que a tal ministro le guste jugar al dominó, a cual vicepresidente, Mahler; o a nuestro alcalde ir a la playa.


En España me hizo famoso un político.
Es aquí cuando debe surgir el elemento fundamental de una esfera pública fiel a su nombre: la sociedad civil. Ese conjunto de asociaciones, agrupaciones, movimientos, etc., cuyo interés no está guiado por la lógica del mercado ni por el deseo de acaparar poder político. La génesis de su existencia es el propósito  de defender intereses ciudadanos o visibilizar colectivos arrinconados por el poder político y ninguneados por los medios. Es en ese espacio  informal, la esfera pública, donde la sociedad civil ha de hacer valer su capacidad de movilización y, sobre todo, de exponer toda esa panoplia de ideas y argumentos que, después de ser discutidos y refinados, tengan que ser tenidos en cuenta, tarde o temprano, por el legislativo y el ejecutivo, vía, más vale tarde que nunca, medios de comunicación. Claro que esa sociedad civil, al mismo tiempo que problematiza pautas de acción, formas de pensar, costumbres o instituciones que hasta ese momento se tenían por aceptables, debe ser en sí misma un ejemplo de institucionalización democrática de la exposición de argumentos (democracia deliberativa a pequeña escala), donde no se excluya ni se reprima a nadie afectado y que tenga algo que decir. La sociedad civil, aunque florece de manera óptima en sociedades con democracias consolidadas y valores democráticos arraigados, puede ser la esperanza de regeneración democrática en nuestro país, aunque es dudoso que este cuente con lo primero y menos con lo segundo. Por supuesto, tal sociedad civil debe constar de ciudadanos comprometidos con la defensa de aquellos valores, con valentía (a esto hemos llegado) para dar a oír su voz y con capacidad de aprendizaje permanente, tanto de aquellos con visiones del mundo diferentes (una sociedad democrática es una sociedad plural) como en su propia formación personal. En definitiva, la legitimación institucional de los representantes políticos no tiene por qué ponerse en duda, así como tampoco el foro legislativo (Parlamento) en donde toman forma legal las futuras leyes, pero sin que ello signifique que el sujeto de la soberanía popular, esto es, nosotros, los ciudadanos, tengamos que conformarnos con las iniciativas de aquellos ni tampoco aceptar la representación vicaria de los medios de comunicación. La capacidad de expresión, reivindicación y crítica de los ciudadanos debe ejercitarse siempre que estos lo consideren necesario, sin aceptar exclusiones ni amenazas. Es así cómo se consolida una democracia, y no quedándonos en casa como una mayoría silenciosa.


domingo, 4 de agosto de 2013

Lo fatal

Entra uno en las vacaciones con el regusto amargo de un final de curso atroz: las periódicas revelaciones del caso Bárcenas, las escuchas de EE.UU. a sus aliados europeos o el accidente de tren de Santiago con su lamentable cobertura mediática no nos dejan reconciliarnos ni con el mundo ni con nosotros mismos, por ser incapaces de avistar una salida de este túnel de inmundicia moral.

Asimismo, uno no consigue tampoco volverse indiferente a la repetición de clichés y tópicos en la discusión política, así como a la jactancia de la propia ignorancia. Porque tan reprochable es que el participante en la esfera pública pretenda manipularnos con sus eslóganes construidos en una agencia de relaciones públicas como que nos arrojen a la cara un discurso anacrónico o simplista sin que importe que haya sido refutado mil veces. Despreciable es, también, que los otrora medios de comunicación serios compitan por la noticia más sinvergüenza y amoral, y que descontextualicen el pasado para explicar el presente. Una pelea impúdica y desgraciada que los hace peores y que nos obliga a muchos a darles la espalda.


Ojos y oídos por doquier.

Tenemos una esfera pública destrozada a base de representantes políticos que nos sermonean, pero no nos dicen nada que nos importe, cuando no nos mienten sin rubor. Partidos que dan toda la impresión de haber abandonado hace tiempo su conexión con el ciudadano común, su deseo de representarlo y darle voz y se limitan a luchar por ocupar los órganos de poder y mantenerse el mayor tiempo posible. En ese destrozo también han intervenido los medios de comunicación, que critican al partido político no afín, pero que tienen en común su servidumbre respecto de los poderes económicos. Medios de comunicación en cuya definición la palabra más importante es la de negocio. Y si se considera que es normal, ¿por qué no lo explicitan cada vez que pretenden informar sobre asuntos que les conciernen a ellos o a su accionistas? Además, ¿en qué medida unos medios de comunicación orientados en primer lugar a la rentabilidad económica pueden ser los intermediarios entre la ciudadanía y el poder político? ¿Es posible pensar que la composición del accionariado y el reparto de dividendos no constituyan un obstáculo a ese fluir de demandas  e inquietudes ciudadanas? En otros tiempos, quizá hace mucho, leer la prensa y ver/oír los informativos a diario era propio de un ciudadano culto, deseoso de estar bien informado, y con preocupaciones políticas. Hoy, es posible que lo más razonable sea, en muchas ocasiones, no prestarles atención en absoluto. Por ejemplo, del accidente ferroviario de Santiago nos han informado por exceso: en un esfuerzo casi que parece coordinado de señalar a un único responsable, gracias a los medios de comunicación conocemos la vida y milagros del maquinista, su cuenta en facebook, la opinión que tienen de él sus compañeros y hasta dónde vive, por no hablar de los testimonios de los héroes de la tragedia en sus múltiples variantes y ramificaciones. Me atrevo a pensar que del accidente habría querido saber, quizá, el número de víctimas (por conocer la magnitud del suceso) y por qué se produjo (falta de señalización, fallo mecánico, fallo humano). Lo demás, no me parece información ni periodismo, sino otra cosa.
Léete mi libro, anda.

No resulta arriesgado señalar, en esta línea, que muchos ciudadanos carecen de referentes políticos y de medios de comunicación dignos de su confianza. El hartazgo es tal que las palabras de cualquier político se ponen en duda por sistema, pero no por su contenido (aunque también), sino por provenir de un político, en una especie de falacia ad hominem generalizada. Y leyendo los titulares de un periódico son legión los que se preguntan: "¿Y será verdad?". Por no hablar de los editoriales, que suelen ser un ejemplo nada sutil de "Lo que me interesa, a quien corresponda". Desconozco si esta sensación, que creo percibir como generalizada (aunque puedo estar equivocado porque no soy el portavoz de la ciudadanía), es semejante a otras sociedades u otros momentos históricos. En este contexto, surgen las voces de aquellos que dicen que la apostasía partidista es "peligrosa" porque podría propiciar la aparición de líderes populistas o entes monstruosos parecidos. Podría ser el caso, aunque ahora mismo parece una posibilidad harto dudosa. No obstante, lo curioso del asunto es que la responsabilidad de que eso ocurra se le endilga por completo a la ciudadanía. Sí, a esa misma a la que se le deniega en la práctica cualquier posibilidad de iniciativa política y a la que se le suele espetar, vía mensajes institucionales, el "o lo tomas o lo dejas". En cambio, esos partidos y esa clase política se exoneran de toda responsabilidad a causa del supuesto pragmatismo inherente a la praxis de la gobernabilidad. En otras palabras, las consecuencias de la mala gestión gubernamental y legislativa, traducida en inestabilidad política, social y económica, se trasladan por completo a la ciudadanía, sometida a efectos prácticos a un chantaje que se revela en la falsa disyuntiva de elegir lo malo o lo peor.


¡Eh, que a mí me han llamado!
Y qué decir de aquello que "no conocemos y apenas sospechamos": las compañías transnacionales, tanto productoras de bienes como explotadoras de recursos naturales, la contaminación a escala mundial, las gigantescas entidades financieras que parecen mandar a su antojo, las élites mundiales que no rinden cuentas a nadie... El mundo parece encaminado hacia el precipicio y nosotros vamos con él con los ojos vendados.

Son malos tiempos, en definitiva, aunque sea verano. Mientras la mentira y el exabrupto de los políticos y de los consejeros delegados sea repetida, amplificada y publicada sin crítica ni control por los medios de comunicación, me temo que los ciudadanos deberemos buscar vías alternativas de información y de expresión. Parte de nuestra responsabilidad consiste precisamente en criticar aquello que nos parezca mal y lo que se podría mejorar. No creo que sea necesario dedicarnos la totalidad de nuestro tiempo a estas tareas, pero sí deberíamos, al menos, hacer examen de conciencia cada vez que percibamos la injusticia y, como mínimo, no permanecer callados ante ella. Además, por qué no, formarnos. Nadie se ha hecho un experto en un asunto leyendo periódicos ni viendo el telediario. La información cotidiana debe contrastarse con un conocimiento más general de Historia, Economía, Filosofía o cualquier otra rama del saber que los enmarque con mayor precisión. Sí, es aquí cuando debemos llevarnos las manos a la cabeza por la educación básica que hemos sufrido los españoles durante generaciones, y por la apatía congénita o inducida en la que de forma tan placentera hemos retozado tanto tiempo.