martes, 23 de julio de 2013

El político carismático

Es difícil permanecer impasible ante los numerosos acontecimientos que irrumpen en forma de titulares y noticias en los medios de comunicación y en las redes sociales. A veces, hasta se siente uno obligado a tener una opinión. Sin embargo, en ocasiones, es mejor hablar o cuestionar el marco en que se desarrollan tales fenómenos que polemizar sobre los fenómenos mismos. Así pues, me resisto por el momento a hablar de la supuesta financiación ilegal de un partido concreto, pero me remito a un futuro post sobre la posibilidad de ofrecer alternativas al actual sistema de financiación. Hoy, en cambio, escribiré sobre uno de los conceptos más utilizados en los últimos tiempos: la/el líder.

Desde el momento en que la crisis comenzó a afectar a España, numerosas voces, tanto de comentaristas de los medios de comunicación como, todo hay que decirlo, de la gente común, reclamaron la presencia de verdaderos líderes. Y no solo a nivel nacional, sino europeo (es decir, de la Unión Europea). Dada la ruina en la que había caído el liderazgo del anterior presidente del Gobierno al negar de forma reiterada la existencia de la misma crisis, como de su incapacidad (intrínseca o sobrevenida) de explicar a la ciudadanía el origen de la crisis, su profundidad y alcance, y las consecuencias de los recortes económicos, se echó en falta a líderes que tomaran las riendas de la situación. Se discutió mucho de esa falta de liderazgo, que en absoluto fue resuelta por el nuevo partido político que ocupó el poder a partir de 2011 con mayoría absoluta tras unas elecciones en las que participó cerca del 72% del electorado.


En España. las circunscripciones son provinciales.


Esta vana búsqueda de líderes que, con su discurso y energía reunirían a la nación (hasta entonces dispersa, atomizada y anomiada) y, aun con duros sacrificios, nos conduciría por la senda de la recuperación económica, es, a mi manera de ver, menos una carencia que un síntoma; menos una tara del español (y del unioneuropeo) que una flagrancia sociológica. Si nos alejamos del pensamiento de las teorías elitistas de la democracia (o, como Ortega y Gasset, de la sociedad en general), no es la mediocridad de las élites políticas lo que debería preocuparnos, incapaces de proporcionar recambios convincentes en la forma de dirigentes políticos que resultaran atractivos a la ciudadanía, o carismáticos, en el sentido de Weber. Es más bien la actitud de gran parte de ésta la que debería incitarnos a la reflexión urgente: precisamente, esa necesidad de un líder carismático que le devolviera la tranquilidad perdida o le proporcionara ilusión en los tiempos difíciles. Porque, ¿a cuenta de qué, un ciudadano autónomo, en plena posesión de sus derechos y consciente de ellos necesitaría una figura como esa?
¡Yo escribí de esto antes!

Claro que, a fin de cuentas, con el abandono de la política a los especialistas (políticos profesionales) y a los grupos políticos organizados (partidos políticos) y el celebrado refugio en la vida privada, lo que la ciudadanía ha propiciado, incentivada, eso sí, por la clase política, es el estancamiento de la actividad política y la osificación de estructuras que deberían haber permitido un flujo más dinámico entre la esfera pública y la esfera política. Si el debate político a gran escala había sido ninguneado, si el cuestionamiento de los procedimientos democráticos (por deficientes) había sido silenciado o arrinconado, si los canales de comunicación estaban bloqueados por lobbies, think tanks y grandes corporaciones y sólo hablaban intelectuales orgánicos y periodistas a sueldo (o simplemente ignorantes), si como representantes de una supuesta sociedad civil sólo intervenían los dueños o consejeros delegados de grandes empresas, ¿cómo podía esperarse que de suelo tan yermo surgieran de la noche a la mañana líderes políticos que tuviesen la capacidad de sustraerse a los usos, vicios e intereses de esas élites?

Además, si había algo que en los años de vino y rosas se criticaba con ferocidad desde las tribunas periodísticas y partidistas era la de la oposición ciudadana a los proyectos que emanaban desde esas instancias estatales (o de la Comunidad/Ayuntamiento) y empresariales. "Los del no a todo", decían nuestros políticos, si algún grupo ecologista o vecinal se oponía a algún megaproyecto urbanístico, recalificación del suelo o cualquier otra ocurrencia. "Están en contra del progreso", añadían. La desmovilización de la sociedad y su encauzamiento a actividades políticamente inocuas parecían el no va más de la estabilidad. Tampoco resulta tan extraño, si consideramos nuestro pasado, que la sociedad civil española, salvo excepciones, nunca haya sido un actor fuerte en la arena política. Creímos en una suerte de funcionamiento automático y sistémico de la democracia, como si pensáramos (los que no vivimos la dictadura) que era algo naturalmente dado y no una lucha diaria por evitar la dominación y en pro de la igualdad y de la libertad. El paternalismo franquista se transformó en un Estado benefactor democrático que nos convirtió en clientes y consumidores en vez de ciudadanos comprometidos con un régimen de libertades. Ahora, cuando el Estado se retira y abandona no sólo el tutelaje innecesario, sino la prestación de los servicios más elementales, sí que es cierto que parte de la ciudadanía ha tomado conciencia de la fragilidad de la democracia y de su cooptación por fuerzas que la han parasitado hasta desfigurarla.


Un expresidente.
En este contexto de depresión económica y escándalos permanentes que afectan a casi todas las esferas sociales, han resurgido, de repente, aquellos otrora líderes que parecían haberse retirado de la escena para siempre. Antiguos presidentes del gobierno, aparentemente felices en consejos de administración o trabajando de asesores para empresas transnacionales, han vuelto a regalarnos su carisma, y una antigua presidenta de la Comunidad de Madrid se ha postulado como abanderada de la regeneración democrática, ofreciéndose como portavoz del ciudadano de a pie. La clase política, en una especie de horror vacui, se empeña en ofrecer uno tras otro a la vista del público, con la entusiasta colaboración de los medios de comunicación, personajes de supuesta variedad ideológica, como si temieran que de la misma sociedad civil pudiera surgir un movimiento que amenazara la estabilidad del sistema o, en otras palabras, que agudizara la desafección aguda que ya sufren los partidos políticos y el cuestionamiento de su modo de hacer política.

No obstante, soy de la opinión que de la crisis de los partidos políticos y de la erosión de la legitimidad de los gobernantes no debe inferirse que la democracia esté, necesariamente, en peligro, siempre y cuando la ciudadanía y las asociaciones y movimientos que conforman la incipiente sociedad civil asuman de una vez para siempre que forma parte de su responsabilidad la vigilancia permanente de sus representantes y de las instituciones públicas. La apatía no es una opción, salvo que nos complazca asistir como espectadores a la destrucción de lo que podíamos haber salvado si nos hubiésemos decidido a convertirnos en actores.



miércoles, 17 de julio de 2013

Democracia cooptada

Cuando hay tantas cosas que leer, poco estímulo queda para escribir. En mi caso, los libros se acumulan en la mesa y en las estanterías. Aun empeñado en su lectura, cierta parte de mi atención se la lleva la actual tormenta partidista que, a cuenta de casos de corrupción varios y financiaciones ilegales poligenéticas, viene monopolizando el espacio de los medios de comunicación y de las redes sociales. Es difícil, por tanto, refugiarse en una cáscara de nuez, porque las pesadillas las produce uno en su propia mente y las malas noticias penetran cualquier obstáculo que uno quiera interponerles.

¿Ética de la responsabilidad? ¿O es otra cosa?

No llegamos a cuarenta años de democracia constitucional en nuestro país, pero en ese espacio, corto en términos históricos, un par de generaciones de españoles han madurado lo bastante para reconocer en la trayectoria de los partidos políticos un movimiento moralmente descendente. En aras de un pragmatismo institucional, o en términos de Weber, de una "ética de la responsabilidad", los partidos (grandes y pequeños, nacionales o circunscritos a una sola localidad) han devenido en estructuras cuyas características primeras recogidas por la Constitución resultan hoy impugnables, pues ante el estado actual de cosas, seríamos más que reticentes a aceptar que aquellos "concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política". En gran medida, los partidos se han alienado de la confianza de la mayoría de la población. No es sólo que la apropiación de la actividad política ha sido aplastante hace pocos años, y que su mismo funcionamiento interno ha disuadido a muchos ciudadanos válidos y con inquietudes de acercarse a ellos, sino que ya se ha convertido en algo más que dudosa la posibilidad de que los partidos sean capaces de recoger la pluralidad y ser el famoso cauce de expresión política. Más bien tiene este artículo de la Constitución todas las trazas de ser un mito fundacional en el que hemos creído a pesar de la sucesión de escándalos durante todos estos años.

Quizá la desmedida importancia institucional de los partidos políticos nos ha conducido al estado actual de anomia política. El dominio absoluto de estos en la repartición del poder administrativo los ha convertido en enormes estructuras destinadas casi principalmente al acaparamiento de áreas de poder previo examen en las elecciones de diverso ámbito que se realizan en nuestro país cada dos años, aproximadamente. Es muy probable que el problema sea sistémico, y al respecto se ha escrito mucha literatura filosófica y sociológica. Los partidos cazavotos, los partidos de masas, etc. Existen sobre la Democracia concepciones elitistas y meramente procedimentales, y otras más radicales. En cualquier caso, los ciudadanos, o, al menos, aquellos que no resuelven sus preocupaciones políticas con el voto, nunca deberían haber concedido tanto a aquellos que dan tan poco. No nos engañemos, tanto a un lado como al otro del espectro político, sobre todo aquellos de mayor peso electoral (hasta ahora), los partidos se han arrogado en exclusiva el derecho no sólo de representación, sino también de expresión política. Ante una esfera pública controlada y adormecida por el interregno dictatorial, partidos y medios de comunicación, en feliz maridaje, han copado los tiempos y los temas de los asuntos que debían debatirse públicamente. Por no hablar de los asuntos que se han hurtado al escrutinio ciudadano.

¿Democracia? Seamos realistas...

Movimientos como el 15-M o Democracia Real Ya, a pesar del éxito relativo de sus objetivos (o su fracaso), demuestran que estos tiempos son diferentes a los anteriores. Podríamos ver el lado positivo de la crisis de legitimidad de los partidos políticos, y de las instituciones cooptadas por ellos, en que ha galvanizado ese prurito político ciudadano que en otros tiempos de alegría consumista y conformismo social sólo anidaba en individuos o grupos aislados, sin voluntad consciente de conformar demandas de gran alcance. Además de oenegés caritativas o asistenciales, o fundaciones y think tanks sesgados ideológicamente, ahora han surgido movimientos y asociaciones con objetivos políticos, sociales y culturales que desbordan el espectro de votantes al que se dirigía la mayoría de los partidos. Parece que en un número significativo, existen los ciudadanos cuyo sueño ya no es el de las vacaciones al extranjero y el consumo de bienes y servicios como razón de ser en el mundo, mientras cede sus expectativas políticas al partido cuyo líder sea más carismático. Son mujeres y hombres que aspiran a hacer oír su voz, que protestan tanto en la calle como en las redes sociales, una vez que el altavoz o el espacio de los medios de comunicación sólo se concede a los que por su posición institucional o empresarial ya disponen de ellos.

Hay un término con el que se designa a todos estos grupos y asociaciones con afanes democratizadores que no pertenecen a la política institucionalizada ni al sector económico: sociedad civil. Hay que lamentar, no obstante, que bajo ese concepto se han ocultado tanto en nuestra Comunidad como en el resto de España, diversos grupos de presión empresariales o satélites de los partidos cuyo objetivo es adquirir una pátina de legitimidad en sus demandas particulares o trasvasar al partido de turno la confianza de sus simpatizantes. Una sociedad civil fuerte en nuestro tiempo debería implicar una afirmación de los derechos liberales clásicos, como son los derechos fundamentales recogidos en la Constitución, y una buena dosis de republicanismo, que conlleva una implicación decidida de la ciudadanía en la política y una esfera pública realmente abierta en la que los medios públicos constituyan una tribuna para los que no tienen otra y que han sido históricamente marginados.

De la sociedad civil, sé un rato largo.
No significa lo anterior que la sociedad civil deba invadir todo el espacio de lo político ni que se convierta en un órgano legislativo de facto. No obstante, no esperemos que los mismos partidos que han ocupado el poder en los ámbitos estatal y autonómico desde hace décadas se reformen desde dentro. La inutilidad de sus esfuerzos (y seguramente su incapacidad) parece demostrada. Más bien, la alternativa reformista debe provenir desde esa sociedad civil que, con su impulso democratizador, obligue a los partidos y al Estado a profundizar en los principios constitucionales, muchos de los cuales en la actualidad invitan, lo más, a una sonrisa irónica.



jueves, 4 de julio de 2013

Limosnas y derechos

En esta agitada época en la que todo tipo de propuestas reformistas o revolucionarias blandidas por políticos profesionales en activo desde hace décadas irrumpen en forma de titulares en los principales periódicos de España y de nuestra Comunidad, resulta difícil no reflexionar sobre las consecuencias que de su implantación podrían derivarse. Es más, incluso se me podría reprochar que opinase sobre asuntos de menor enjundia y dejase pasar de largo estos, en apariencia más importantes y urgentes. Así, adelantándome a tales reproches (quizá porque ya me los he hecho yo en mi interior), y aunque no soy un especialista en Filosofía del Derecho ni en Derecho Constitucional ni en Educación, al menos pretendo exponer  de modo razonado los interrogantes y reflexiones que me han suscitado los pros y los contras del último (por ahora) capítulo de las reformas  del Gobierno: las becas universitarias. Espero no incurrir en charla de chiringuito y que mis deficiencias conceptuales sean percibidas con generosidad por los que entienden más que yo de este asunto. En cualquier caso, es del todo imposible incluir aquí todas sus posibilidades y ramificaciones.


Este señor sí que sabía de Filosofía del Derecho
La educación de los ciudadanos es reconocida como derecho fundamental en la Constitución (véase el art. 27 para ponerse en contexto) por su importancia para el desenvolvimiento de la personalidad y el respeto de los valores democráticos. Aunque no viene recogida de manera explícita, el espíritu que anima este y otros artículos es el de promover la autonomía y la dignidad del ciudadano, características cuyo fomento y extensión son necesarias para la solidez a largo plazo de un Estado democrático. No olvidemos que, además, en la misma constitución se define al Estado como "social, democrático y de Derecho". Aparte de democrático y de imperio de la Ley, el otro adjetivo, el de "social" nos dirige a la protección del ciudadano a fin de no que sea discriminado o conculcados sus derechos por razones económicas. Es decir, se considera que no es suficiente establecer una lista de derechos, algunos de ellos considerados fundamentales, protegidos por la ley, sino que además, para que sean  efectivos de verdad, es necesario dotar al ciudadano de la capacidad de ejercerlos.


El ministro de Educación (Wikipedia).
Viene esto a cuento de la polémica suscitada por la propuesta del ministro de Educación de elevar la nota mínima para las becas universitarias. En principio, se me ocurre que dos pueden ser las razones para tal medida,  en absoluto excluyentes: a) Ante la falta de recursos del Estado, se considera necesario hacer recortes en todas las áreas. Así, el endurecimiento de los requisitos para acceder a las becas ocasionaría una disminución de los gastos estatales; b) Desde el punto de vista ideológico se pretende primar el acceso a la Universidad sólo a los más capacitados. Así, la puntuación obtenida por el estudiante en los años previos constituiría el baremo para proporcionarle la beca. Por ahora, la ha fijado en un 6,5 para varias modalidades de becas (como la de residencia). Hay que señalar, no obstante, que sí que había una nota mínima antes, un 5,5, que es la que se mantiene para las becas comunes.  En esta línea, hay que reseñar la aportación al debate de la expresidenta de la Comunidad de Madrid, quien opina que las becas sólo deberían otorgarse a los "mejores". Esos "mejores" no lo serían por alcanzar una puntuación determinada, sino "por comparación" con los demás estudiantes...

Lo que debería plantearse es cuáles son los fines de la Educación: simplemente proporcionar al ciudadano unos conocimientos mínimos para ejercer un oficio o profesión o, además, como señala la Constitución: "(...) el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y de respeto a los derechos fundamentales". Aunque la interpretación incluso de esta frase puede ser objeto de controversia (qué constituye "el pleno desarrollo de la personalidad", por ejemplo) no parece arriesgado afirmar que va más allá de otorgar a cada cual según su capacidad la posibilidad de aspirar a la educación. Si nos atuviéramos, en cambio, a la primera hipótesis, parece indudable que la racionalización del gasto público nos llevaría a sufragar la educación más allá de la etapa básica (obligatoria para todos) sólo a a aquellos con capacidad suficiente para realizar sus futuros estudios universitarios de modo óptimo y convertirse después en excelentes profesionales. 

No obstante, la tesis del mérito puede ser discutible desde varios puntos de vista. El primero, por ejemplo, es el de la disparidad entre la nota mínima con la que se aprueba y la nota mínima para la beca. Si partimos de la base que el 5 te califica para dar por concluidos los estudios de la ESO, dándose por aprobados, y que ya desde hace décadas muchas Universidades y Facultades exigen una nota mínima que actúe de filtro para la matriculación en tal o cual carrera, no se entiende del todo que se precise además una nota mínima para la beca.  ¿Por qué si uno es calificado como poseedor de los conocimientos necesarios para aprobar y, por tanto, previa prueba final de bachillerato (selectividad), apto para ingresar en la Universidad se le penaliza si no alcanza otra nota mínima? Y esta nota, ¿establecida con qué criterios?


Imbuyéndose de valores democráticos, quizá.
Por otro lado, por definición, la beca se otorga a aquellas personas pertenecientes a familias que dispongan de ingresos económicos anuales bajos. Se supone que, de otro modo, muchos estudiantes pertenecientes a aquellas no podrían acceder a la educación superior. Dicho de otro modo, en un sistema de becas  meritocrático, si uno puede pagarse la matrícula no importa lo inteligente o esforzado que se sea; en cambio, si se es pobre, a menos que haya demostrado con las calificaciones que descuella, no tendrá esa opción.

En todo caso, lo más justo, y dado que como según se dice, las mátrículas universitarias públicas no cubren ni el 30% del coste, sería una meritocracia absoluta: nadie tendría derecho a entrar en una universidad pública si no fuese sobresaliente en su currículum escolar (¿por qué un 6,5? ¿Por qué no un 8, o un 9,5?). Así, aparte de primar a los más brillantes, reduciríamos el gasto universitario público en una proporción gigantesca y contribuiríamos a hacer sostenible el sistema público de enseñanza superior. Como consecuencia, además, podrían destinarse más recursos a la formación de estos estudiantes. Claro que, mientras siguieran existiendo universidades privadas, la meritocracia absoluta podría regatearse: los más adinerados podrían seguir formándose a despecho de sus notas anteriores. El corolario sería que la primera discriminación respecto de las clases bajas se extendería ahora hasta la mayor parte de la clase media. Podríamos convenir en denominar a este hipotético fenómeno la democratización de la desigualdad...

Otro inconveniente respecto del sistema meritocrático para acceder a las becas es el desarrollo particular de los individuos. Como todos sabemos, hay jóvenes que destacan por su madurez y otros por lo contrario, por ejemplo. Y qué decir del desarrollo de sus diferentes aptitudes. Diferentes personas, diferentes ritmos en la evolución de la personalidad. Todos conocemos ejemplos en distintas áreas de la vida que destacaron por su precoz talento; y también conocemos a muchos cuyas obras más importantes se gestaron en su madurez bien avanzada. Además, las circunstancias familiares y personales son infinitas. Podríamos imaginarnos, por ejemplo, un individuo inteligente y motivado que, aparte de estudiar, tuviera que ayudar a su madre/padre en la tienda por las tardes, después de venir del colegio. O cuya familia lo necesitara para echar una mano en las labores del campo, o para recoger chatarra. O que, a pesar de estar motivado por estudiar, su entorno familiar fuese adverso (madre/padre alcohólicos/drogadictos, o presos de algún tipo de ludopatía o patología, en la cárcel, etc.). Sin embargo, logra aprobar, con su 5 raspado. ¿Qué se hace con él? ¿Se le dice que debería plantearse "si está bien encaminado o debería estar estudiando otra cosa", que con esa nota lo suyo no es entrar en la universidad? ¿Que no se merece que se le apoye para seguir estudiando? 

Alguien que se toma los derechos en serio...

Por último (pero seguro que hay más objeciones), habría que considerar qué es eso de merecer un derecho. Los derechos se conquistan, en primer lugar; después, se tienen; no son una recompensa. En este punto, habría que ver qué extensión tiene el derecho a la educación, y en qué medida delimitarlo o restringirlo producirá efectos de estratificación social y de desigualdad, debido a la disparidad en los ingresos en el posterior ejercicio (si se consigue) profesional. Como siempre, en discusiones de agudo sesgo ideológico hay que hacerse dos preguntas como mínimo: qué concepción se tiene de las personas y en qué sociedad se pretende vivir.


Podríamos estar de acuerdo, empero, en que muchos estudiantes entran en la Universidad sin la menor motivación ni interés. No obstante, habría que demostrar que entre ellas se encuentran las personas becadas de menor renta familiar. Aprovechados y gorrones hay en todos lados, y todas las leyes tienen resquicios por los cuales los desalmados e insolidarios se cuelan para su propio provecho, pero no por ello son menos necesarias. Sería incurrir en una falacia lógica y en una injusticia suprimir las becas porque alguien ha cogido el dinero de la beca y no ha estudiado por desidia o porque lo utilizó para pagarse una operación estética o irse de botellón todas las noches; o derogar la ley de violencia de género porque alguna mujer ha puesto una denuncia falsa para fastidiar a su (ex) cónyuge; o suprimir las subvenciones aéreas a los residentes en las islas porque algunos cometen fraude para beneficiarse, o la Ley de Partidos porque algunos políticos han entrado en política "por la pasta"...

Por supuesto, también es discutible que la Educación en España previa a la Universidad (ESO y Bachillerato) haya contribuido a crear ciudadanos con sólidos conocimientos en las   Ciencias y en las Humanidades y, mucho menos, imbuidos de ética democrática. Siete reformas educativas en treinta y cuatro años de democracia parecen un síntoma claro, a primera vista, del fracaso en ese objetivo, si es que este fue tomado en serio alguna vez por los sucesivos gobiernos que en nuestra España han sido. Pero eso es tema para otro post.